Thursday, May 03, 2007

Usuario

El viento lleva aire a su cuerpo, tan necesitado de alivio en aquella tarde de marzo tropical, más caliente que seco. Su frente parece una fría lata de refresco al sol en un día con cuarenta y dos agobiantes grados centígrados a la sombra. Lo pensó suficiente, entre él y su solución final, su perdón, sólo hay 10 pisos, los mismos 10 pisos que mide la mole que cada mañana financia a su vida sin complicaciones, su vida perfecta de usuario promedio. Justo antes de su fin toma su tiempo para sentir por última vez el mundo, la brisa en su cara, el sudor que corre río abajo por su piel, el aroma del asfalto tostado por el sol, el ruido en la calle 30 metros más abajo, los colores de la ropa de la gente y sus voces que no dicen nada. Entre la multitud alcanza a ver un mendigo. Un hombre de aproximadamente su misma edad, con el cuerpo golpeado por una vida de penurias. Se detiene a verle unos minutos. Su rostro le parece, aunque extraño, tan familiar como el de un hermano que se conoce cuando ya no es un niño. Vuelve a concentrarse, tiene que terminar lo que comenzó, después de todo ya los preparativos estaban completos, no queda nadie importante de quien despedirse, ya tenía lista la nota y el testamento, esperando solo una curiosa mano que revisara la primera gaveta de su cubículo, igual a la primera gaveta de los cubículos de los otros cientos de empleados de aquella empresa, iguales a los del resto del país, que a su vez eran una copia al calco de los del resto del planeta. Normal.
Pero una cosa lo detiene. Después de asistir sin falta por más de ocho largos años, pasando siempre por la misma calle, primero en un monovolumen francés, luego en aquel compacto japonés y desde hace algunos meses en su todoterreno americano, nunca se fijo en aquel hombre. En verdad no llamaba mucho la atención, era un soldado más del ejército de miserables que hacen vida entre los edificios de oficinas. Lo observa bien, lo estudia, mira todos sus movimientos y hasta que por fin logra ver su cara de nuevo, y ya no ve un harapiento mendigo. En un instante, su percepción cambió, no era un pobre hombre lo que veía, se veía a sí mismo, era como un juego de computadora, donde él mismo era el héroe. Salvando las distancias, eran muy parecidos, los mismos ojos curiosos, la misma nariz exploradora, las cejas serias, no muy pobladas, la frente amplia, quijada de ayudante de villano. Se separo de la cornisa, se sentó en el escalón de la puerta. Ante si tenía la oportunidad de una nueva vida, un comienzo desde cero. Ya antes lo había pensado, desde la universidad, cuando estaba a punto de dejarlo todo para ir a recorrer el mundo a dedo. Pero lo que antes sonaba como un pensamiento febril de su temprana juventud, parecía completo ahora con esta pieza recién encontrada. Entró de nuevo al edificio, se acicalo el cabello y el traje que el aire de la azotea había adornado con cientos de piedrecillas de cemento fugitivo. Volvió a su cuchitril, abrió su buscador favorito, del que era usuario desde que estaba en pañales, tecleo algunas palabras. Reviso la enciclopedia libre, sin buscar respuestas, solo por sentirse que vivía. Ya tenía pensado hasta los más mínimos detalles, después de todo era como el Quijote de Cervantes, solo que no era asiduo lector libros de caballería si no telespectador de los famosos seriales de investigadores forenses. También sabía cómo funcionaban las cosas en su país, solo mover unas palancas por aquí y por allá y seria libre. Libre de su apartamento con dos hipotecas encima, del carro que terminaría de pagar en 27 meses y dos giros especiales, de su familia, de su compromiso matrimonial, de sí mismo y de todo lo que amaba por fuera pero odiaba por dentro. Estaba harto ya de no ser quien era, de ver cada mañana un ser igual a todo el mundo, de ser un número, un IP, un usuario promedio.
Salió sin perder tiempo por el ascensor principal. Ni el tibio saludo del portero lo detuvo. En su mente solo había un objetivo, como morir para comenzar a disfrutar de la vida. Entró rápidamente al SUV que encendió como una aburrida bestia al primer intento. Dio la vuelta a la manzana para no levantar sospechas. El tráfico de la tarde no permitió que estacionase cerca de donde quería, camino sin pensarlo hasta la esquina donde esperaba encontrar el componente principal de su plan. Al llegar, tomo el primer billete que consiguió en sus bolsillos. Estaba nuevo, plano, y con tufillo a dinero fresco. No era sencillo, al contrario, solo existe en circulación un billete con más alta denominación. Su contraparte levanto levantó la cabeza en señal de sorpresa, con esa limosna podría sobrevivir casi una semana, o lo que es mejor para sus intereses, podría emborracharse toda una semana. Sonríe, el parecido es demoledor. Solo unos ajustes dentales y serian exactamente iguales. Se devuelve a su camioneta, no sin antes ofrecer una carnada de papel para la mañana siguiente.
Esa noche no pudo dormir. Aunque la parte más complicada de su plan estaba lista, tenía que preparar rápidamente el resto. Lo primero era conseguir un dentista inescrupuloso que cambiara sus expedientes dentales por los del desafortunado, nada del otro mundo, con una inversión razonable hay quien esté dispuesto a realizar un trabajo extraño y no abrir la boca. Luego tendría que borrar las evidencias del asesinato, después de todo no quemaría vivo a un ser humano, aunque no es la crueldad la que le preocupa, es que después de todo, el humano es relativamente resistente al fuego. Nunca se sintió más optimista. Era un trabajo complicado, pero bajo las circunstancias adecuadas y alguien motivado era factible. Se sentía sórdidamente feliz. En pocos días libertad plena, sin consecuencias ni compromisos.
Su hastío lo cegaba. En ningún momento pensó en el sufrimiento que generaría su escape. Después de todo encarna el ideal de la sociedad post-nuclear. Individualista, apático, frio. Desde muy pequeño se había sentido distinto a los demás, pensativo, calculador. Aunque era profundamente inteligente, nunca lo demostró con calificaciones superlativas, al contrario, parecía desperdiciar su talento. Sus esfuerzos raramente superaban el requerimiento mínimo. Pero esta vez tenía que ser distinto. No había espacio para la mediocridad. Tenía que ser perfecto si quería salir limpiamente de la situación.
Esa mañana el clima era agobiante, era una de esas mañanas eternas, de ambiente pesado, que solo agobian más su espíritu y hacen más larga su espera. Una, dos, tres y hasta cuatro visitas al filtro de agua, solo para acercarse a la ventana que da a la esquina que ayer le había salvado el pellejo. Camino a la quinta visita un pensamiento le cruzó de sien a sien: Los pordioseros no madrugan. Cambia el rumbo con dirección a los baños, necesita relajarse, tanta presión solo harán que se equivoque. Se lava la cara y las manos. Prende el secador de aire que está en la pared, únicamente para darse cuenta que es imposible secarse la cara con él. Navega la mañana lo mejor que puede, tiene que esperar a la hora del almuerzo para hacer la primera jugada, su peón A4. Llegada la hora tiene que sedar a un hombre de su misma estatura, comprar los implementos para tomar una impresión dental perfecta. Esconder el cuerpo y volver al trabajo. Fácil.
Aquella tarde se va temprano, después de todo tiene, por contrato dos tardes de permiso al año para ir al dentista. En su agenda está el número telefónico de su primer cómplice, Dr. Zuloaga, acompañado de una dirección. Desde su celular no tiene problemas para hacer una cita con el joven profesional. Al llegar al consultorio nota que hay algo extraño pero inmediatamente no se da cuenta de que. No hay nadie esperando, perfecto para el plan, no quiere terceros oídos. Zuloaga es un hombre joven, aunque no tanto como para ser un recién graduado común y corriente. Es nervioso, mueve las manos y no se puede mantener quieto en un mismo sitio más de treinta segundos, es desesperante. A través de los cristales mira incrédulo a su paciente. De los trabajos que ha tenido este sin duda es el más extraño de su carrera, pero no está en posición de rechazarlo. Zuloaga sabe que no hay vuelta atrás, si acepta, una confesión le costaría su carrera. Difícil decisión si no fuera porque el viejo amigo don dinero lo hace aceptable. Es un consultorio extraño, está en la planta baja de un edificio comercial, con ventas de repuestos automotrices y una panadería. En el consultorio suena música, sin intensidad, que le da pie al odontólogo para comenzar:
- Café del Mar es excelente para este tipo de trabajos
- ¿Qué -comienza a hablar con una voz burlesca- tipo de trabajo?
- Este tipo, que es puro papeleo
- No te ves como los que hacen papeleo
- ¿Y cómo me veo?-mira por sobre los lentes y con una mueca de complicidad inexistente.
- Como los que no hacen nada. ¿Cuánto tiempo tenias esperando una cita? Por el polvo en la agenda y el hecho de que no tengas recepcionista dice que hace mucho tiempo.
- Te equivocas, la recepcionista se acaba de ir, sale a las tres. Yo me quedo siempre un rato más para arreglar los implementos del día.
- Claro, como quieras. Solo limpia bien el polvo antes de trabajar. ¿listo para conocer a tu paciente?
- Un minuto. ¿No eres tú el paciente?
- No como crees. Ya te lo traigo. Apuesto a que te va encantar trabajar con él.
- Pero no entiendo, solo dijiste que tenía que cambiar tus registros dentales por estos otros.
- Bueno pero nadie creerá que me torciste los dientes y me astille tres muelas en seis meses. Mira tú solo “suaviza” los dientes de este desgraciado y haz que se parezcan a los míos, luego cambias los registros y listo. No te parece complicado ¿o sí?
- No, -duda unos instantes- no para nada. Un trabajo raro sí, pero no es complicado. Oye, ¿para qué quieres hacer esto?
- Creo que con el dinero que te pagare me ahorro las preguntas…
- Y por lo que pongo en juego merezco explicaciones.
- Mira porque no comenzamos y salimos de esto de una vez ¿sí?
- Ok, no hay problema, solo quiero que entiendas en la posición en que me pones.
- Y que voluntariamente estas aceptando. Vamos déjate de tonterías, con este dinero puedes sobrevivir unos meses más con toda esta tontería del doctor independiente.
Con un gesto poco amistoso comienza el dentista a trabajar. Él se queda con una sonrisa socarrona esperando que el mequetrefe haga un trabajo al menos decente. Probablemente todos se preguntarían porque un profesional exitoso confiaría sus dientes a tal tipo, pero no tenía tiempo de pensar en eso. En su chaqueta vibra alerta su celular. Es Tina, su prometida. La parte buena es que no tenía que mentir, la mala es que luego de años juntos el aun no la soporta. Ella es curiosa por naturaleza, con una personalidad en forma de cascaron que hasta pareciera hacerla sentirse segura de sí misma y de su vida construida alrededor de un castillo de naipes. En estos momentos el se pregunta porque nunca acabo con una relación que no debió durar más de 15 minutos.
Contesta el teléfono.
Una alegre voz al otro lado lo saluda cariñosamente:
- Alfredo, bebé, ¿qué tal tu día?
- Normal, como todos los demás. ¿Tú?
- Ay bebé, buenísimo, la clase de spinning estuvo excelente, el instructor hasta me felicito por mi cadencia al pedalear, ahora estoy yendo al mall a comprarle el regalo a Marta que cumple años hoy.
- Pensé que estabas molesta con Marta…
- Nooo -interrumpe- sabes que ella es una de mis mejores amigas, solo no me gusta lo que…
- Tina disculpa pero ahorita no puedo hablar mucho. Estoy en el dentista. Te llamo al salir ¿ok?.
- Si mi amorcito bello, que te dejen los dientes blanquitos, blanquitos.
- Seguro un beso.
Se daba asco a sí mismo, no podía creer hasta que punto podía mentir solo para mantener a Tina a raya. Si bien no la quería, sentía que tener una esposa y hasta hijos le ayudarían a escalar en la escala, y Tina es la mujer que su madre siempre quiso para él. Se conocían desde pequeños, y justos exploraron los calores de la adolescencia por lo que su temprano noviazgo no sorprendió a nadie. Después de muchas rupturas y reconciliaciones seguían juntos, a solo dos meses para el matrimonio, motivación suficiente pero no única que desencadeno sus actos en las últimas veinticuatro horas. Tina era de una belleza industrial, más plástica que un cepillo de dientes, se mantenía en forma y cuidaba su dieta. Su vida giraba en torno a las apariencias, y él se había dejado llevar por ella. No comían carnes rojas, grasas, comida rápida ni frituras. Se sentía como un animal de zoológico al que le repiten el menú día tras día.
El dentista ya había terminado con aquel extraño sujeto. El temor a ese ser desconocido y misterioso lo hizo trabajar más prolijamente que de costumbre, lo suficiente como para hacer creer a un odontólogo forense que aquellos dientes y por consecuencia aquel cuerpo pertenecían a Alfredo De Sario. Se dibuja en su cara una duda, ¿quiénes eran estos sujetos? Eran idénticos. Y ahora se parecían mucho más. Dio gracias de que su paciente estuviera profundamente sedado, porque el trabajo que había hecho era uno de los procedimientos más dolorosos de la práctica.
- Esta listo.
- ¿Listo, listo?
- Si, fue un trabajo difícil por el poco tiempo de que dispuse, pero está hecho.
- Perfecto. ¿A nombre de quien el cheque?
Firmó por un jugoso monto. Sin perder tiempo entro al automóvil junto con el mendigo. Una inmensa y despreocupada chevrolet Tahoe año 2007. Se fue del lugar. Solo le quedaba una última parada antes de terminar con su desafortunado copiloto.
Después de un camino de hora y media entre el pesado tráfico, llegaron a un edificio de la época de la masificación de la vivienda. Este destacaba del complejo, este tenía un aspecto de estar más abandonado que los demás, no tenía ni puertas ni ventanas, solamente el frio hormigón mostrando en no pocos sitios su costillar metálico. Segundo piso a mano derecha, primera oficina. Ágil pero sin apuros se abre paso entre las cajas que apenas dejan un estrecho camino en el suelo. Un hombrecillo, frágil y diminuto se encuentra trabajando de espaldas a la puerta, a su lado un hombre de mediana edad, de dilatado vientre, con gesto de perro y talante de burócrata lo vigila.
- ¿Augusto Montero?- Espeta el celador.
- Si, él mismo. ¿está listo mi encargo?
- Ya casi amigo. Siéntese donde pueda, esto no tardara más de 10 minutos.
Cuarenta y cinco minutos después, bajo el calor agobiante de una noche prematura salen los dos compinches con el trabajo en un sobre.
- Primera vez que hacemos un pasaporte de Paraguay. ¿para qué lo necesita?-dice el que trabajaba de espaldas.
- Cero preguntas, eso dice el anuncio.- Dice Alfredo con una mueca amarga en la boca.
- Mira, nosotros te damos lo que tenemos, pero primero tenemos que hacer algunas preguntas, solo para validar la información, además recuerda que nosotros estamos también en este negocio, no queremos ningún inconveniente, verdad Pacheco.
- Verdad. –Escupe el de gesto canino.
Alfredo toma aire por la nariz y lo expira lentamente por la boca. Sabe que tienen razón, pero a su vez no quiere hablar con nadie de su plan, después de todo su éxito depende de que nadie se entere. Luego de unos instantes, se sienta de nuevo.
- La triple frontera, es allí a donde me dirijo. Un “tigrito” de lavado. Ustedes saben cómo es esto, si yo suelto la lengua, estoy muerto.
- Bueno, si te agarran nosotros no existimos, mira que también estamos protegidos.
- ¿Puedo verlo?
- Si toma. ¿el dinero?
Alfredo extiende un sobre amarillo como habían dicho lleno de billetes. No es barato conseguir un falsificador con urgencia.
Pierre Lafontaine. Que nombre tan ridículo se le había ocurrido. Ya no había posibilidad de cambio. Si alguien se daba cuenta de que el pasaporte era falso, terminaría peor de lo que estaba. Esa duda le taladraba la cabeza. El trabajo era el de un verdadero profesional, los sellos completos, con una entrada registrada por un aeropuerto menor y un desgaste casi natural. No se explicaba como en tan poco tiempo lo hicieron.
Ya todo estaba listo. Ya solo faltaba la ejecución de la última fase del plan. Manejó de vuelta a su apartamento. Tomó su mejor traje y bajo, sin perder tiempo vistió a su señuelo. Puso en sus bolsillos la billetera, las llaves, el celular, en la mano izquierda puso su reloj. Dándose cuenta de cuánto lo extrañaría, A último momento decide que no lo dejara atrás, era un regalo de su abuelo y de todas maneras es solo un reloj y si lo consiguen en la mano de un cadáver seguro lo robaran. Prosigue con el ritual, los calcetines lisos, los zapatos de diseñador. Parece tener todo listo. Va a la cocina, busca un frasco de pastillas para dormir que alguien dejo en su casa alguna vez. Administra al mendigo una buena cantidad. Se las hace tragar una a una, veinticuatro en total. Lo suficiente para matar a dos estrellas de Hollywood. Se cambia el mismo de ropa, por una recién comprada para que no falte nada en su casa. Se asegura de no llevar nada consigo y entra en la camioneta.
Comienza a conducir, las dudas se le suben a la cabeza. ¿Y si lo consigue un policía? ¿Algo saldrá mal? Sigue conduciendo, hasta llegar a un solitario ramal de la carretera de la costa. El lugar es perfecto, una curva muy ceñida, con poca distancia hasta el desfiladero. Debajo, como a 6 metros inmensas rocas marinas, y otros 3 metros más abajo el mar. Amplio, negro, como queriendo comerse a la tierra de un bocado, golpeando sin cesar aquellas desnudas rocas en la marea baja. Perfecto.
Pone al mendigo en posición, le coloca los pies sobre los pedales, y pone en marcha a la oscura mole. Sin prisas pero sin pausas el vehículo comienza a tomar velocidad. Traspasa la barandilla de seguridad, continua y cae lentamente en dirección a las rocas. Luego de un suspiro un ruido terrible sacude el ambiente. Se asoma con cuidado. Problemas.
Seis metros más abaja descubre que el daño no fue lo suficientemente fuerte como para borrar las evidencias. De hecho la camioneta no derrama ni una gota de gasolina. Todo se viene abajo, como los edificios de las demoliciones controladas. Tienen que improvisar. Bajar los 20 pies hasta la mazmorra de hierro, encender el fuego e irse. No, es un plan muy arriesgado. Olvida la idea de quemar el vehículo, después de todo no quiere morir en el intento. Empujará el vehículo como pueda hasta el borde y de allí caería solo hasta el mar. No era lo que esperaba pero no tenía mucho tiempo para pensar. Saca del área de carga, que no sufrió daños, un gato mecánico y empieza a subir la parte trasera sobre la piedra caliza. En una exhalación el gato llega hasta el tope, la piedra sede debajo y tanto el gato como Alfredo caen debajo de la masa inservible. No puede zafarse, está atrapado en su propia trampa. Una fractura abierta dorna ahora su pantorrilla. Tibia y peroné muerden su carne, desgarrando sus gemelos. No puede moverse. Ahora solo que nadie lo consiga antes de morir desangrado. Cierra los ojos, no puede hacer nada. No es tan fácil huir de uno mismo después de todo. Espera su muerte, o algo peor, como seguir vivo.
Posted by Picasa

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